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Arte y Religiosidad Populares

Nacimiento pastor, árbol de la vida. Barro modelado y policromado. Artesano Juan Hernández Arzaluz. Metepec, EdoMex. Col. Part. (Foto: Nicola Lorusso).

Electra López Mompradé de Gutiérrez

El vigoroso arte popular mexicano está presente en todos los aspectos de la vida de la comunidad que lo produce: cuando se alimenta, se viste, se divierte; cuando recuerda a sus muertos, se relaciona con los vivos y se comunica con sus dioses. Siendo así, es evidente que gran parte de sus manifestaciones están vinculadas con la práctica de su religiosidad y son producto del sincretismo entre las antiguas creencias, ritos y simbolismos prehispánicos, y aquellos que trajeron los misioneros cristianos en el siglo XVI.

A lo largo del año se celebran en el país no menos de ciento veinte fiestas religiosas tradicionales, incluidas las que conmemoran los dos acontecimientos más importantes del calendario ritual católico: el nacimiento y la muerte de Cristo. A éstas se añaden las del santo patrón de cada ciudad, pueblo o iglesia; las de los santuarios a los que se dirigen las peregrinaciones; las propiciatorias relacionadas con el ciclo agrícola, y para culminar, la mayor de todas, la celebrada en honor del símbolo máximo de la religiosidad mexicana: la Virgen de Guadalupe.

Casi todas las festividades religiosas que se llevan a cabo en el curso del año dan tema y motivo para la elaboración de infinidad de objetos artesanales: entre los huicholes, los llamados ojos de Dios (ofrendas para proteger a los niños hasta los cinco años de edad, cuando se considera que pasaron los peligros de la primera edad), los muvieris (flechas emplumadas que el sacerdote o marakame utiliza en los distintos rituales y con las que invoca a las deidades), las jícaras con diseños en chaquira del animal sagrado: el venado, las tablas en que dibujan con hilo lana de colores pegado con cera de Campeche, los símbolos de su mitología. Los otomíes de San Pablito Pahuatlán, Puebla, elaboran muñecos recortados en amate o papel de China que simbolizan espíritus del bien y del mal.

Por otra parte están, las máscaras para las danzas rituales, como la de Moros y Cristianos, la de Santiagueros y todo el ciclo de la Conquista, que tuvieron como fin la evangelización de los indígenas; la danza del Palo Volador, una ceremonia prehispánica del culto solar que perdura hasta nuestros días. O bien la representación de animales en las danzas con un hondo sentido mágico-religioso, como las del ciclo del Tigre, Tecuanes, Tlacololeros, la del Venado, la de la Culebra, y otras con un profundo carácter totémico. Asimismo, los milagros, que son figuritas de plata o alguna aleación, en forma de ojo, pierna, corazón, etcétera, que representan la parte afectada por algún mal y que se colocan en la iglesia para demandar la ayuda divina, las extraordinarias muestras de pintura popular y de fe que se manifiestan en retablos, y exvotos con los que se agradecen milagros y favores recibidos por intervención divina; los símbolos sagrados que se repiten en los bordados de la indumentaria de las distintas etnias que enriquecen nuestro espectro multicultural; las innumerables imágenes de vírgenes y santos que se elaboran con todos los materiales imaginables, incluso uno tan insólito como el chicle, con que se hacen figuritas de la Virgen de Talpa, en Jalisco.

CICLO NAVIDEÑO
Podríamos comenzar el ciclo ceremonial católico con la Navidad. Entre las expresiones populares con que ésta se celebra –las posadas, el Nacimiento, las pastorelas, la Epifanía y La Candelaria–, encontramos la representación plástica de escenas relacionadas con el nacimiento de Cristo.

Los frailes, al buscar las coincidencias posibles entre las religiones mesoamericanas y la cristiana que les sirvieran de punto de apoyo para iniciar la conquista espiritual de los pueblos sometidos por la espada, encontraron que en estas mismas fechas se acostumbraba celebrar el nacimiento de Huitzilopochtli, dios principal del panteón azteca, que había nacido, como Jesús, de manera sobrenatural.

LAS POSADAS
Para los antiguos mexicanos, la fiesta más importante era el nacimiento de Huitzilopochtli, fecha en que obsequiaban a sus invitados con una suculenta comida y pequeños ídolos de masa comestible; un resabio de aquella costumbre es la colación que se regala a los concurrentes de las actuales posadas.

Éstas son una especie de representación dramática de la peregrinación que José y María emprendieron desde Nazaret hasta Belén para cumplir con el edicto de empadronamiento que debían observar todos los individuos que estuvieran bajo la jurisdicción del Imperio romano.

Las casas se iluminaban con farolillos de papel decorado con colores y se esparcían ramas de fragante pino, mientras en la calle se llevaba a cabo la procesión en que todos los concurrentes cantaban la letanía de la Virgen, portando velas para alumbrarse y encabezados por quienes llevaban en andas las figuras de los santos peregrinos, el ángel y la mulita. Antiguamente también se acostumbraba que los jóvenes, sobre todo de clase humilde, llevaran el tradicional misterio con sus farolitos de papel en los que ardían velas de sebo, quienes recibían un tlaco, alguna fruta, dulces o juguetes. La costumbre es negar en un principio el requerido alojamiento a la procesión, y ya después abrir la puerta, dejarlos pasar y, así, dar comienzo a la parte bulliciosa de la fiesta: el reparto de la colación y el rompimiento de la piñata, cuyo simbolismo es muy claro: la vistosa olla piñatera representa al espíritu del mal o Satanás, con sus promesas engañosas; su relleno de colación, las tentaciones con que trata de atraernos a su reino, y la persona vendada, la fe que, aun siendo ciega, destruye al espíritu maligno.

EL NACIMIENTO
En la noche de la última posada se realizaba la “acostada” del Niño y la cena, para lo cual se tenía previsto el Nacimiento. En el caso de México éste se ambienta con elementos familiares para el pueblo, mezclados con los divinos actores del eterno drama de Belén.

El arte popular mexicano nos provee de nacimientos elaborados en todo tipo de materiales: desde las estilizadas figuras de paja de trigo en Tzintzuntzan, Michoacán; los misterios elaborados con siemprevivas en San Antonino, Oaxaca; nichos de madera policromada que asemejan escenarios de una pastorela antigua, en San Antonio Arrazola y San Martín Tilcajete, Oaxaca; bellísimas tallas en madera natural en Coatepec de Morelos, Michoacán; figuras de lámina coloreada en San Miguel de Allende, Guanajuato; árboles de la vida con las imágenes del nacimiento y barrocas figuras de barro policromado de reyes que cabalgan en elefantes y camellos de color magenta, y en los que hasta la mulita y el buey están tachonados de flores y estrellas multicolores, en Metepec, Estado de México; delicadísimos nacimientos en vidrio estirado, en Guadalajara, Jalisco, y otros en cartón y engrudo en la Ciudad de México; bellísimas figurillas con vírgenes y pastoras con tocados elaborados que asemejan deidades prehispánicas, “bordadas” en barro con la técnica del pastillaje, en Atzompa, Oaxaca; los famosos y populares nacimientos en miniatura modelados a mano y policromados, en Tlaquepaque, Jalisco, e incluso los extraños y originales que se elaboran en barro policromado, en Ocumicho, Michoacán, en los que, como es costumbre de este pueblo, traviesos diablillos se mezclan irreverentes con los ángeles y los clásicos personajes bíblicos.

LAS PASTORELAS
Con raíces en el teatro religioso del medievo nacieron las pastorelas, ingenuas representaciones de carácter simbólico, escritas en verso en “cuadernos” que pasan de generación en generación. Todas siguen los mismos lineamientos y tramas alusivos a la narración del nacimiento de Cristo, con personajes que no representan a individuos sino a tipos como: los pastores Bato, Bras y Gila, los ermitaños de puntiagudos capirotes, la Sagrada Familia en el portal de Belén, los arcángeles Gabriel y Miguel, y los villanos de la obra: Luzbel y su corte de demonios, con los pecados capitales Astucia y Lujuria y demás huestes infernales, que al final son vencidas por las fuerzas del bien que se dirigen a adorar al recién nacido entre cantos de alabanza.

LA CANDELARIA
El 2 de febrero se cierra el ciclo navideño con la fiesta de La Candelaria, que conmemora la presentación del Niño en el templo. En esta fecha es cuando se llevan a bendecir las imágenes que se “levantan” de su cuna en los nacimientos caseros, en canastas, charolas y sillas adornadas con flores, acompañadas de granos de maíz, frijol, trigo y otros cereales, indicadores de que esta ceremonia está vinculada al ciclo agrícola (también se bendicen las semillas que ya están listas para la siembra). Los padrinos, que por tanto se convierten en compadres, vestirán al Niño con trajes especialmente elaborados para este día, según la distinta advocación que adopten: el Santo Niño de Atocha, el Niño Limosnerito, el Niño de las Palomas… hasta el Niño Futbolista. Pero el más famoso de todos ellos es el Niñopa, que se venera en Xochimilco desde hace más de cien años, y en torno al cual se ha formado una poderosa mayordomía que da cohesión a los habitantes del lugar. Se le celebra llevándolo en procesión a la iglesia, con danzas de Chinelos, bandas de música, arcos de flores y ceras.

EL CARNAVAL
Al segundo gran ciclo religioso –el de la Pasión y Muerte de Jesucristo– lo precede el Carnaval, cuyos antecedentes se remontan a antiguos festivales como el del buey sagrado Apis y la diosa Isis en Egipto, las bacanales griegas, las lupercales y saturnales romanas, o la recolección de muérdago entre cantos y danzas la noche en que principia la primavera en los bosques galos. Aunque en la Edad Media surgió con un carácter menos licencioso, donde los concurrentes desbordan su alegría durante los tres días previos al comienzo de la Cuaresma.

En México esta festividad tiene un carácter completamente distinto, pues mientras mayor es su influencia indígena más, se acentúa su cariz ritual-propiciatorio. Según algunos investigadores, ello se debe a que esta época del año corresponde a la del año nuevo mesoamericano, con sus nemontemi (“cinco días inútiles”), que ajustaban el calendario ritual.

Así pues, en diversos pueblos se celebran desfiles de comparsas y danzas: en Yuriria, Guanajuato, el baile lo forman encapuchados vestidos de negro, con una calavera pintada en la espalda; en Xochistlahuaca, Guerrero, los hombres se visten de mujer, con hermosos huipiles y pasean el machomula, un descomunal caballo de palo; en Chiconcuac, Morelos, unos enmascarados con levita y sombrero de carrete bailan las Taragotas; en Tlaxcala, desfilan charros con tocados de plumas y mantones bordados de lentejuelas; en Contla, Tlaxcala, se ven grupos de catrines con levita y sombrero de copa, finas máscaras y paraguas abiertos; en Tepotzotlán, Estado de México, los Chinelos, ataviados con batas de artisela, máscaras de red de alambre, barbas y un gran tocado de plumas se desbordan por las calles bailando el Brinco; principalmente en Huejotzingo, Puebla, se escenifica el rapto de la hija del gobernador por el héroe-bandido Agustín Lorenzo, con gran despliegue de disparos de escopetas cargadas con pólvora.

El Carnaval muestra un sincretismo particular entre los indígenas tzotziles de Los Altos de Chiapas. En Chenalhó y Huixtán, hombres ataviados con hermosos trajes cuya chaqueta tiene bordada un águila en la espalda, corren desenfrenadas carreras a caballo alrededor de la plaza; en San Juan Chamula, donde el Carnaval constituye la fiesta más importante, encabezada cada año por el nombrado Pasión, aparecen los maash, que lucen gorros cónicos de piel de mono saraguato, de cuya punta penden listones multicolores; llevan pieles de tigrillo en la espalda, así como paliacates, y tocan sus guitarras noche y día, de un lado a otro, mientras dura la fiesta.

El martes de Carnaval se lleva a cabo un rito de purificación: se quema una alfombra de zacate seco en el camino que va del atrio de la iglesia a las grandes cruces que están en la plaza. Todos los personajes del Carnaval corren sobre este camino de fuego portando enormes banderas, hasta que las llamas se apagan.

LA CUARESMA
Sobre todo en San Miguel de Allende, Guanajuato, y los estados de Colima, Morelos y Puebla, el sexto viernes de Cuaresma, el Viernes de Dolores, se levantan altares cubiertos con manteles y banderitas de papel picado, donde se colocan imágenes de la Virgen de los Dolores, candeleros, pilas de grandes esferas de vidrio soplado con aguas coloreadas, veladoras, platos con semillas de chía, lentejas, amaranto, flores de papel y velas adornadas. En Santa María Atzompa, Oaxaca, forman parte de los altares unas vasijas en forma de venado, cuyo cuerpo está adornado con incisiones profundas por las que se introducen –como en el surco– semillas de chía o de trigo que, al germinar, semejan el vellón del animal.

LA SEMANA SANTA
Ésta comienza con el Domingo de Ramos, cuando se tejen las palmas artísticamente adornadas que se llevan a bendecir a la iglesia para después colocarlas en los hogares. Ese día hay una gran feria artesanal en la Huatápera de Uruapan, Michoacán, en que se pueden admirar los trajes tradicionales, escuchar pirekuas y adquirir las piezas maestras del arte popular que resultan ganadoras en un gran concurso estatal.

Los días Jueves y Viernes santos se venden judas, unos muñecos de cartón y carrizo adornados con cohetería y pintados de colores brillantes que, aunque simbolizan al apóstol traidor, adquieren fisonomías de diablos, de muertes y, sobre todo, de personajes populares y políticos del momento. El Sábado de Gloria solían quemarse en plazas y calles de todas las ciudades y pueblos, costumbre que ahora está prohibida por razones de seguridad, y se lleva a cabo sólo en lugares autorizados, como la calle donde viven los cartoneros de abolengo en el barrio de La Merced de la Ciudad de México. En los atrios de las iglesias y en las calles aledañas se escucha el sonido atronador de las matracas de madera, que según una macabra versión, imitan el ruido que hacían al quebrarse los huesos de las piernas al final del martirio de los crucificados.

En ocasión de la Semana Santa, en Metepec, Estado de México, se modelan cristos crucificados en barro policromado; en San Antonio Arrazola y San Martín Tilcajete, Oaxaca, se hacen nichos de madera que representan el Calvario, u otros de lámina con figuras de barro que escenifican las diversas etapas de la Pasión de Cristo.

Por otra parte, en las comunidades indígenas donde la Semana Santa se convierte en una impresionante ceremonia sacrificial, como entre los huicholes y coras enclavados en la Sierra Madre Occidental, nos remiten –a pesar de las referencias a la Pasión y Muerte de Cristo– a los ritos anteriores a la llegada del cristianismo.

Entre los coras, los Judíos o Borrados portan extraordinarias máscaras de papel coloreado con anilinas y tierras naturales, adornadas con cornamentas de venado y pelo de cactus; pintan su cuerpo con olote quemado y tierras naturales, y portan grandes machetes de madera con los que se enfrentan entre ellos. El Sábado de Gloria, los Borrados se van a purificar al río, adonde destruyen y arrojan sus fabulosas máscaras.

SAN ISIDRO LABRADOR
Para pedir la lluvia, el 15 de mayo se festeja a San Isidro Labrador, en cuya fiesta se observa un sincretismo con las celebraciones de Tláloc, dios mexica de la lluvia, que se llevaba a cabo en el mes de junio. Con este motivo, en Metepec, Estado de México, se celebra un desfile de carretas tiradas por yuntas de bueyes muy adornadas con flores y semillas, y decoradas como milpas. Son especialmente bellas las copias artesanales de estas carretas en barro multicolor con bueyes cuajados de flores, igual que los yugos que los unen.

CORPUS CHRISTI
En junio también se celebra la festividad religiosa de Corpus Christi, de fecha móvil; una de las más importantes en la época colonial, cuando los indígenas peregrinaban a la capital del Virreinato llevando mulas cargadas de alimentos y mercancías, en parte para pagar el diezmo a la Iglesia. Se presume que éste es el origen de la actual presencia, en el atrio de la Catedral Metropolitana, de infinidad de vendedores de mulitas fabricadas con hojas de maíz o de plátano, de cartón, barro o palma coloreada con anilinas, cargadas a ambos lados con huacales llenos de frutas o dulces. Asimismo, en este lugar se montan escenografías con temas campiranos, acompañadas por caballos de cartón, en las que los niños, vestidos de inditos, con su huacal a la espalda, suelen retratarse.

Otra versión es la que afirma que en esas fechas llegaban a la Plaza Mayor las mercaderías provenientes de la nao de China, transportadas a lomo de mula desde Acapulco. Como en estos días se elaboraba una artesanía llamada la tarasca, semejante a un gran dragón provisto de ruedas, con la cola rematada en una lanceta, la costumbre mexicana remite a esta segunda explicación, por el elemento claramente oriental.
En la región de Papantla, Veracruz, en este día de Corpus se venden figuritas de vainilla en forma de crucifijos, cestitas y animales diversos, sobre todo alacranes y cocodrilos, que se guardan en los armarios para perfumar la ropa de cama.

EL CULTO A LOS MUERTOS
Una de las celebraciones con más arraigo en nuestro país es la de Todos los Santos y Fieles Difuntos, el 1 y 2 de noviembre, respectivamente, que por tradición se dedican, la primera, a los niños difuntos, y la segunda, a los adultos. El mexicano es particularmente conocido por su forma de relacionarse con el fenómeno de la muerte, despojado del temor y la angustia que en otras latitudes provoca el miedo al Infierno y al castigo eterno. Para él, la muerte no es más que una fase más de la vida misma, a semejanza de la semilla del maíz que, para continuar su ciclo vital, debía ser sepultada para renacer de nuevo. De este modo, se acerca a ella de forma natural, y el día destinado para celebrar su reencuentro con aquellos que lo precedieron en el viaje, se prepara para recibirlos y agasajarlos; en su honor, levanta altares en su casa, con comida y bebida; adorna sus tumbas con flores y velas, y les ofrece sus platillos favoritos, de los que tomarán solamente el “aroma”, mientras se quema copal e incienso.

Los tradicionales altares de muertos se adornan con flores de cempasúchil, guirnaldas de papel de estaño, o con papel de China picado, elaborados principalmente en San Salvador Huixcolotla, Puebla; o bien con velas de cera “pellizcada” o adornada con flores negras de papel, así como cruces, floreros, candelabros y sahumerios. De estos últimos, los más conocidos son los modelados a mano y pintados al temple con brillantes colores, de Ocotlán y Tehuantepec, Oaxaca, en los que las pequeñas figuritas que rodean la pieza representan la almas de los difuntos; asimismo, son famosos los sahumerios, floreros, cruces y candelabros en barro negro vidriado del barrio de La Luz, en la ciudad de Puebla; los policromados y barnizados, de Izúcar de Matamoros, Puebla, etcétera.

En la ofrenda, junto a los objetos de culto citados, se colocan platillos y bebidas, como mole, calabaza en tacha, frutas y pan de muerto de diversas formas, con adornos alusivos al momento, como las ánimas con caras de azúcar pintada de colores, en Oaxaca.

Los objetos más populares son las calaveras de azúcar adornadas y pintadas, que llevan un nombre de persona sobre la frente, entre las que destacan las manufacturadas en Toluca, Estado de México, y en la Ciudad de México. En Puebla se elaboran altarcitos con madera y papel picado, engalanados con calaveras de azúcar y panes, además de con frutas y platillos de jamoncillo (pasta de pepita de calabaza).

Para los altares dedicados a los niños se hacen dulces de alfeñique con azúcar de variadas formas (animalitos, canastas de flores, zapatos, ánimas), sobre todo en Toluca, la ciudad de Puebla y Guanajuato. En la Ciudad de México y en Oaxaca encontramos los entierros, cuya comitiva, pegada a una tira de papel, está formada por una procesión de frailes que cargan el féretro del difunto; están elaborados con cartón y su cabeza es un garbanzo.

En Celaya y la Ciudad de México se elaboran calaveras de cartón y engrudo, en el estilo de los judas. Aquí destacan las creaciones de la familia Linares, que se basan en los personajes de la vida cotidiana retratados como las calaveras en los grabados de José Guadalupe Posada: zapatistas, músicos, novios, la famosa Catrina, una pareja bailando el jarabe tapatío, un gendarme, un borracho en la cantina y muchos otros en alegre comitiva de esqueletos. También elaboran enormes calaveras de azúcar en cuyas cuencas vacías colocan vistosas flores.

En la cerámica policromada de Metepec, Estado de México, encontramos gran diversidad de piezas con el tema de la muerte: carretas en las que bueyes y ocupantes lucen sus descarnadas figuras; cortejos nupciales, charros, mariachis y toda clase de figuras que pueblan el mundo del “más allá” como una copia alegre del “más acá”.

NUESTRA SEÑORA DE GUADALUPE
El símbolo más importante de la religiosidad del mexicano es la imagen de la Virgen de Guadalupe, tras de cuyo rostro mestizo han querido entrever los investigadores el de la deidad femenina más reverenciada en la época prehispánica: Tonantzin (“Nuestra venerada Madre”), cuyo santuario se encontraba en el mismo sitio donde ahora se adora a la Patrona de México. El culto guadalupano va más allá de su significado religioso, ya que es un icono de la nacionalidad que tiene un profundo sentido social de integración e identidad.

Cada 12 de diciembre se conmemora la aparición de la Guadalupana en el cerro del Tepeyac, un acontecimiento de trascendencia nacional. Aunque durante los meses de noviembre y diciembre se multiplican las peregrinaciones que constantemente llegan a la Basílica desde todos los puntos del país, es del 10 al 12 de diciembre cuando llenan por completo el enorme atrio, grupos de peregrinos portando estandartes –algunos pintados a mano–, banderas, mantas con diversas leyendas, imágenes de la Virgen ricamente adornadas con flores naturales, súchiles que llevan en andas, o portadas de flores para colocar en la entrada o dentro de la Basílica. Se acompañan de bandas de música u otros grupos musicales, y muchos visten los atuendos propios de las danzas rituales que van a interpretar ante la Morenita. El día 12 se amanece con “Las Mañanitas”, que famosos artistas de música folclórica, unidos a la multitud de fieles, interpretan con emocionado fervor. El desfile de peregrinos frente al ayate de Juan Diego con la efigie idolatrada es continuo, y afuera bailan sin cesar no menos de sesenta grupos de danzantes: Moros y Cristianos, Acatlaxquis, Matlachines, Santiagueros, y los imprescindibles Concheros.

Del antiguo barrio de la Magdalena Mixihuca llegan cargando un bastón de aluminio que sostiene los setenta y cinco kilogramos del Resplandor o Flor de Xochicahuaztle, artesanía ritual que durante cinco generaciones le ofrenda a la Guadalupana este barrio que hasta hace poco era zona rural y hoy ya forma parte de la ciudad. Este resplandor fue hecho con sesenta varas pintadas de verde, con pequeñas hojas de maíz verdes, rojas y moradas, clavadas alrededor de un disco de metal en cuyo centro está la imagen de la Virgen. Es una ofrenda claramente vinculada a la divinidad suprema y primigenia de la Tierra: la Diosa Madre del pueblo del maíz.

Y es que como observara atinadamente Anita Brenner, “Detrás de cada altar se encuentra escondido un ídolo”.