El joven «zorrita» crecerá

En los buenos tiempos de antaño, cuando la picardía humana no veía el mal en todas partes y los valientes artesanos de antaño aún no eran culturalment, políticamente o socialmente correctos, los talleres de los orfebres de Taxco y otros lugares tomaban aprendices para transmitirles sus habilidades. Sin vergüenza y sin burocracia. Estos niños de diez años empezaban barriendo el suelo para recoger el polvo de metal precioso, pero se convertían en profesionales una década más tarde, tras haber asimilado gradualmente todas las técnicas y las sutilezas del oficio.

Salvador, servicio de café de cobre con incrustaciones de mosaico de vidrio «veneciano» marrón y verde. Numerado «85» (cafetera) o «408» (otras piezas), todas firmadas Salvador». Obra de 52/55.
En aquellos buenos tiempos, se les conocía -no se sabe muy bien por qué- con el encantador apodo de «zorritas». El problema es que el zorro (zorra o zorro en español) tiene una reputación mixta en el imaginario popular. Hace muy poco, se cayó en la cuenta de que el apodo de «zorras» se daba a las chicas con mala reputación: zorras, grullas, prostitutas, en términos clásicos. Así que en los actuales talleres de Taxco, si por casualidad aún quedaran aprendices, nadie se atrevería a llamarles zorritas…
Pero hacia 1932, cuando el joven Salvador Vaca Terán, un niño de unos doce años, entró al taller que William Spratling, alias Silver Gringo , acababa de instalar en la famosa casa de Las Delicias, se encontró entre una pequeña jauría de zorritas, entre los que se encontraban varios miembros de su familia, en particular un puñado de primos hermanos: Reveriano Castillo, el futuro Reveri, y sobre todo los cuatro hermanos Castillo Terán; Miguel (nacido en 1913), Antonio (conocido como ‘Tony’), Justo (conocido como ‘Coco’) y Jorge (conocido como ‘Chato’), el menor -nació el mismo año que él, en 1920-. En aquellos días pioneros de Las Delicias, los zorritas formaban la mayoría del equipo, y una buena docena de chavales rodeaban a los dos maestros y a los seis ayudantes que Silver Gringo había conseguido para sí; no eran muchos, quizá, pero sí un excelente botín: en la dura escuela de los zorritas, la mitad de ellos llegarían incluso a ser maestros famosos, incluido nuestro pequeño Salvador. Porque, culturalmente correcta o no, la penuria es generosa, sobre todo con los niños genios, y es la penuria la que te prepara para los verdaderos problemas de la vida, antes de que la vida te enseñe lecciones costosas, incluso prohibitivas.

Salvador, caja rectangular de cobre sostenida por cuatro pies, con incrustaciones de un mosaico de pasta de vidrio «veneciano» azul pálido, gris y negro que representa estilizadas cabezas de pájaros. Obra de los años 52/60, numerada «415» y firmada.
En 1939, Petit Salvador tenía 19 años. Sus primos Castillo Terán, mayores que él -el mayor, Miguel, ya tenía 26-, eran maestros en su oficio y decidieron que era hora de abandonar el capullo incubador del Silver Gringo y emprender su propio camino. Hace poco les conté cómo, liderados por Antonio y su esposa estadounidense Margot (la futura Margot de Taxco), fundaron Los Castillo, que se convertiría en el taller más fértil de Taxco durante al menos treinta años. Trajeron consigo a su joven primo, cuyo precoz talento no se les había escapado. ¡Qué equipo! Y así fue como nuestro joven Salvador se convirtió en uno de los creadores clave de un crisol artístico del que surgían cientos de nuevos diseños cada año.
Se quedó trece años, durante los cuales maduró. Aunque sus aportaciones permanecieron en el anonimato, su genio fue reconocido en el ambiente. Fue durante este tiempo cuando descubrió, en particular, una forma de arte que se practicaba con maestría en los talleres de Los Castillo y que se asociaba a la orfebrería: los mosaicos -no sólo la mosaica azteca hecha con pequeñas piezas o astillas incorporadas a una pasta, no, un verdadero mosaico hecho con teselas de piedra o pasta de vidrio como el que practicaban nuestros no tan ancestrales romanos-. Y aprendió a incorporar estos mosaicos a objetos. Por supuesto, en Los Castillo también perfeccionó sus dotes de orfebre y cultivó una cualidad que diferenciaba su obra: un sentido inigualable del espacio y el volumen, que era capaz de sugerir mediante la superposición de planos.

Salvador: cuenco de cobre apoyado sobre tres pies, la base decorada con un mosaico de pâte de verre «veneciano» y cobre que representa una mariposa, firmado «Salvador» y numerado «421». Diámetro: 18 cm; altura: 5 cm. Obra de los años 52/60.
Pudo desarrollar plenamente estas cualidades cuando, en 1952, creó por fin su propia empresa. A los treinta y dos años, estaba en plena posesión de sus facultades.
Se marchó a la capital, montó un taller de veinticinco artesanos en Ciudad de México y convirtió su nombre de pila en un nombre y una marca, «Salvador»; también abrió una tienda donde convenía: la Avenida Juárez, elegante arteria del comercio de lujo de la época, y no en cualquier lugar de la avenida: en el nº 14, justo enfrente del Palacio de Bellas Artes. En la yema del huevo. Con cierto descaro, la bautizó como La India Bonita, donde vendía no sólo sus propias creaciones, sino también las de Spratling y otros orfebres destacados. En 1960, anunció the unusual in gold and silver, unique pre-colombian decorative items (lo insólito en oro y plata, objetos únicos de decoración precolombina)… Hacer sin hacer saber es nada, hasta Dios necesita campanas…

Salvador, collar de inspiración prehispánica, plata de ley, principios de los años cincuenta. Marcado en el reverso «Salvador», «STERLING/ MÉXICO», «132» (número de modelo).
Ya en 1957, el New Guide to Mexico de France Toor recomendaba el taller por ofrecer «lo mejor de Taxco». La orfebrería del propio Salvador le valió figurar entre los «plateros destacados de Taxco», junto con Enrique Ledesma, Antonio Pineda y Héctor Aguilar. En 1966, James Norman también lo recomendó por su «excepcional diseño de joyas» en su Shopper’s Guide to Mexico.
Pero Salvador no se conformó con seguir siendo un orfebre excepcional y, por una vez, el talento que buscaba no sólo no estropeó lo que ya tenía, sino que multiplicó su fama por diez. Me refiero a los mosaicos de piedra y vidrio, incluidos los de gran tamaño.
En 1952, el mismo año en que abrió su propia tienda, decoró la que su primo Reveriano Castillo y su esposa María estaban abriendo en Taxco, entre el Zócalo y la Plazuela de Bernal, tienda que se haría famosa con el nombre de «Reveri». Decoró las paredes con un gran mosaico de piedra, que les regaló. Empezó a vender paneles decorativos, a menudo con temas precolombinos, hechos por encargo o vendidos a la clientela adinerada de la India Bonita.
Pero fueron sus objetos los de mayor éxito; generalmente de cobre y decorados con mosaicos de piedra o pasta de vidrio, solían tener formas muy sencillas -jarras, bandejas o cajas- y eran simples soportes para el mosaico, que aportaba la mayor parte del color y la textura. Los productos de los talleres de Salvador también se podían encontrar en Sanborn’s -en su tienda, única en la época, de la Casa de los Azulejos- y en los desaparecidos grandes almacenes Marbel, para los que el orfebre diseñó una impresionante colección de joyas de inspiración prehispánica en metal bañado en oro de 22 quilates y cerámica o piedras duras que fue todo un éxito.
Salvador murió muy joven en 1974 -tenía 54 años- y la India Bonita desapareció. Pero morir dejando una obra de arte no es lo mismo que morir.
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