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La vida como artesanía

Mujer con metate. Madera y tela. Artesano desconocido. Sierra Tarahumara, Chih. Col. Abruch. (Foto: GLR Estudio).

Germán Dehesa

HASTA DONDE YO ENTIENDO, EN EL ARTE SE CIFRA

La tenaz voluntad humana de hacer visible, tangible, legible, inteligible el misterio de la belleza. A quien emprende la riesgosa aventura de atrapar a esta ballena blanca lo llamamos artista, alguien que, aún hoy, nos inspira un cierto reverencial respeto. Por razones que no comprendo muy bien, esta aura mágica no abarca a los artesanos. ¿No acatan estos últimos la vocación de belleza? ¿Por qué la palabra artesano suena tan disminuida frente a un sustantivo tan rotundo como es artista? Me dicen que, a diferencia de la tarea del artista, el artesano, aunque no renuncie a la belleza, busca también objetivos como la utilidad, la creación de modelos susceptibles de duplicarse, o la reiteración de patrones ya existentes. Puede ser, pero de cualquier manera en la actual y utilitaria economía de mercado, aún me resulta muy indefinida la frontera entre arte y artesanía. Ni siquiera me convence la trémula afirmación de que el artesano trabaja para el presente y para el futuro inmediato, y que, en cambio, el artista trabaja para la eternidad. Esto puede sonar muy impresionante, pero ¿hay alguien que se quede a esperar la eternidad y nos avise cuántos y cuáles artistas trascendieron?

Me parece que este distingo del que hablamos no es más que el resultado de nuestra occidental manía clasificatoria y de nuestra pereza mental.

Me imagino la asombrosa revancha de nuestros descendientes cuando esa veneración artística que hoy le dedicamos a un plato chino de la dinastía Ming, ellos se lo consagren a una sopera de El Ánfora. Ya no estaré cuando eso suceda; por el momento, prefiero dejarme de discusiones interminables y gozar de los humildes pero indudables beneficios que se obtienen al ser considerado como mero artesano. Me incluyo en esta benévola categoría porque soy escritor, pero como no pretendo crear una novela en diez tomos ni un poema épico acerca de los mártires del cambio, sino que me resigno a ser periodista, de inmediato un misterioso tribunal me da de baja como artista y, con ciertas dificultades, se resigna a considerarme artesano. Está bien, accedo con mucho gusto.

Es muy tranquilizador saber que esa cotidiana porción de verdad y de belleza que me propongo atrapar con mi red de palabras, apenas una mariposa, no me confiere responsabilidades con la posteridad ni con el sacrosanto juicio de la historia. Primitivo como soy, tomo mi resma de hojas en blanco, saco mi pluma arcaica y me pongo día con día a dibujar mi pensamiento. Por supuesto que me propongo la belleza, que en mi oficio equivale a la palabra justa y a la expresión clara, pero también me encantaría que lo que escribo resultara esclarecedor, divertido, útil para quien me lee (aunque use mi página para forrar y madurar aguacates). De modo confeso soy un vil artesano.

Yo soy tejedor de palabras, de silencios y cadencias. Hay planas que me salen como carpetitas, otras como servilletas y, de vez en cuando, obtengo el rebozo.

Voy por mi país y veo a los alfareros, a las tejedoras, a los que con sus manos y su angélica imaginación hacen juguetes hermosísimos; me intrigan y regocijan los que se dedican a la cestería, a tramar sombreros, a convertir la madera en dócil seda; los que tallan la piedra para darle forma de nube, los que descienden al infierno de los metales y crean flores de hierro. Son mis colegas, los artesanos. Los miro y entiendo que enamorarse, amistarse, tener un hijo, también son arduas y gratificantes artesanías. No le apostamos a la belleza imperecedera y eterna. Somos hacedores de rehiletes y trabajamos para el instante que pasa.

Bien mirada, la más grande y compleja artesanía es la vida misma. Es nuestra tarea. Cumplámosla.