SITIO EN ACTUALIZACIÓN CONSTANTE

El nacionalismo mexicano en el siglo XIX

Alegoría de la Independencia. Óleo sobre vidrio. Artesano y procedencia desconocidos. Col. Marie Thérèse Hermand de Arango. (Foto: Estudio Kristina Velfu, EKV).

Olga Sáenz González

Este proceso de conciencia de la identidad mexicana en el siglo XIX, hunde sus raíces en el patriotismo criollo a partir de la Conquista española y de las primeras décadas del siglo XVI. El nacionalismo mexicano se construyó alrededor de dos símbolos que han cohesionado a la fragmentada sociedad nacional: la imagen de la Virgen de Guadalupe y la representación mítica fundacional de la antigua Tenochtitlan, con el águila posada sobre un nopal y devorando una serpiente. Imaginería que fue adoptada por las fuerzas libertarias a partir de 1821 y que, desde entonces, es el icono del escudo patrio.

La conciencia del espíritu colectivo nacional se hace patente a finales del siglo XVI, cuando la clase criolla manifiesta una abierta hispanofobia. Fue entonces cuando, amparados en la clerecía, en sus escritos defienden sus derechos de clase y sustentan una viva defensa del mundo indígena. Tal es el caso del franciscano Juan de Torquemada, que en su obra Monarquía indiana emula a sus predecesores –también franciscanos– Motolinia, Sahagún y Mendieta, en la defensa de los grupos indígenas, quienes, según el fraile, habían superado su salvajismo al dar el salto cualitativo a la civilización. Pero lo relevante de su obra escrita, para el tema que nos ocupa, es que Torquemada situó a la civilización mexica como la suma de las culturas indígenas. En el siglo XVII los escritos de Carlos de Sigüenza y Góngora siguen esta misma línea de pensamiento, con lo que se puede señalar un sutil hilo conductor de carácter ideológico que llega hasta el período insurgente en el siglo XIX; en éstos se enaltece la grandeza del mundo indígena y se propaga la tesis de que Santo Tomás era el dios Quetzalcóatl, quien había enseñado a los pobladores de Tula las artes agrícolas y quien ofreció retornar –según la mitología indígena– en etapas sucesivas, con lo que favoreció el advenimiento de la Conquista. Pero es en el siglo XVIII cuando Francisco Xavier Clavijero, en La historia antigua de México, fundamentó en la grandeza del mundo indígena las bases ideológicas del nacionalismo mexicano.

Esta relación de elementos del mundo cristiano y pagano se empezó a fraguar pocos años después de la Conquista española, cuando en 1531 se propagó con fervor mítico la aparición de la Virgen de Guadalupe al indio Juan Diego en el Tepeyac, punto de partida de la difusión legendaria de la imagen mariana en el ayate del propio indígena; pero en este episodio se conjugó también la concepción de la diosa Tonantzin del panteón indígena con la representación de la virgen apocalíptica, emanada del pasaje evangélico del mundo cristiano. Este evento aparicionista fue determinante para el fortalecimiento de la Iglesia mexicana así como para reforzar de manera definitiva la identidad del mexicano como parte de una grey católica con filiación propia. Fue así que la veneración a la Guadalupana “hizo el milagro” de unir a la fragmentada sociedad novohispana mediante un exaltado patriotismo que dio como resultado la toma de conciencia de su ser nacional, y que culminó con el movimiento insurgente en 1810.

De este modo, al entretejerse los mitos paganos con las creencias cristianas se consolidaron los elementos ideológicos que hoy simbolizan nuestra identidad nacional. Tal es el caso de la representación de la Virgen morena, reina de México, cuyo culto rebasó los confines nacionales para extenderse por toda Hispanoamérica, junto con las insignias fundacionales de Tenochtitlan.

El 16 de septiembre de 1810 la imagen mariana nuevamente “hizo el milagro” de despertar la conciencia de los insurgentes, quienes en una estrepitosa avanzada lograron que diversas zonas del Virreinato se sumaran a la causa. En Atotonilco, Hidalgo levanta el estandarte de la Virgen de Guadalupe como signo de guerra. Cuando se verificó la degradación de Hidalgo por un tribunal inquisitorial y otro militar, confesó que al inicio de su rebelión ostentaba sobre su pecho un águila mexicana que combatía contra la insignia española representada por un león, escena emblemática que constituyó un pasaje de la historia de nuestra nación que comenzaba la lucha por su liberación.

Por su parte, Ignacio López Rayón formó la Junta Suprema Gubernativa de América, en Zitácuaro, y eligió como símbolo del movimiento independentista el águila coronada y erguida sobre un nopal, acompañada de banderas y cañones como signo bélico; también Morelos adoptó esta alegoría, pero el Caudillo del Sur fue el primero en incluir el símbolo fundacional de la antigua Tenochtitlan en el centro de la bandera insurgente.

Paradójicamente, los grupos conservadores lograron la consumación de la Independencia, pues veían una amenaza a sus intereses tanto materiales como ideológicos en los principios liberales y anticlericales que predominaban entonces en la Península Ibérica. Agustín de Iturbide encabezó la lucha libertaria, atrajo a la causa al jefe insurgente Vicente Guerrero y proclamó el Plan de Iguala con las tres garantías: Religión, Unión e Independencia. Con base en estos conceptos se diseñó la bandera nacional en franjas diagonales, con los colores “blanco que simbolizaba la pureza de la religión católica; el verde que representaba el movimiento insurgente, o sea la Independencia, y el rojo, que figuraba al grupo español adherido al impulso libertador”. Cuando el Ejército Trigarante entró en la Ciudad de México y se consumó el movimiento independentista, el 2 de noviembre de 1821, Iturbide decretó que: Las armas del imperio para toda clase de sellos, sea solamente el nopal nacido de una peña que sale de la laguna, y sobre él parada, en el pie izquierdo, una águila con corona imperial. Que el Pabellón Nacional y banderas del ejército deberán ser tricolores, adoptándose perpetuamente los colores verde, blanco y encarnado en fajas verticales y dibujándose en la blanca una águila coronada. Con la abdicación de Iturbide, en febrero de 1823, el Congreso Constituyente restauró la república y la insignia nacional se representó con el antiguo escudo de armas de Tenochtitlan, eliminando la corona sobre el ave rapaz.

Fueron, pues, la Virgen de Guadalupe y la escena fundacional del imperio mexica las alegorías que representaron, a lo largo de los tres siglos de dominación española y los subsecuentes de liberación nacional, el proceso de autoconciencia del pueblo de México, que fue construyendo el andamiaje ideológico de su propio ser histórico. Mitos y leyendas adoptados y reinterpretados por las manos de artistas mexicanos que han perpetuado con su obra la iconografía del arte nacional de todos los tiempos.