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Artesania diabólica

Máscara de diablo para Danza de la Judea. Madera tallada y policromada. Artesano Dalio Ángel Perrusquía. Apaseo el Alto, Gto. Col. Miguel Abruch. (Foto: GLR Estudio).

Yoje Tapuach y Silvia Dubovoy

Ocumicho es un pueblo lleno de historias fantásticas, leyendas y mitos de diablos; de creaciones en barro de imágenes fálicas y eróticas, historias contadas por quienes imaginan a los diablitos como moradores del pueblo.

San Pedro de Ocumicho, situado en la zona lacustre michoacana, es de los pueblos prehispánicos más antiguos de México. Sus creencias, valores, costumbres y conocimientos llegan hasta nuestros días.

El olor a barro y el colorido del lugar rompen con lo establecido en otras comunidades purépechas. Los ojos curiosos de las mujeres asoman por puertas y ventanas pintadas con colores brillantes.

Su vivienda típica es la troje: una casa de madera ensamblada, con su solar, su tapanco para guardar las mazorcas de maíz y, construida aparte, su cocina, con unos cuantos utensilios y muebles, donde se sienta la familia en derredor del brasero, en sillas bajas, a disfrutar la comida.

El nombre Ocumicho deriva de porhé y khurnani, que significa “curtir cuero”, porque allí se practicaba la curtimbre para la fabricación huaraches; este oficio se cambió hacia 1930 por el hacer alcancías, una manufactura que provenía del Virreinato, y silbatos de barro zoomorfos (conejos, borregos y pájaros), cuya hechura se remonta a la época prehispánica.

Los silbatos se elaboran en moldes o a pulso, y se queman (bien quemados) en el comal de la cocina, por eso tienen un sonido tan especial; al igual que a las alcancías, se les da una mano de blanco de España, luego se pintan con acuarela, y al final se les pone una capa de agua de cola para abrillantarlos. Las graciosas aves y animalitos silban en las bocas de los niños como ningún otro silbato.

Una profunda devoción caracteriza a los habitantes de Ocumicho, donde se respira un ambiente de magia y misterio.

En las obras que producen, las artesanas conjugan sus creencias con una creatividad innata; con singular sentido del humor re – presentan lo evidente, lo inocente y lo perverso, satirizando los placeres a través de sus fantásticos ocumichos, atrevidos, mágicos y misteriosos diablos de barro.

Personajes como el diablo, los apóstoles, el ermitaño y la muerte siempre han estado presentes en las pastorelas del pueblo, y quizá con ellas se relacione la temática de las figuras fantásticas elaboradas hoy en día.

Es posible que también de las estampas y grabados de Satanás empleadas durante la evangelización pueda provenir la preferencia por estos temas. Diablos en forma humana, con largas colas, orejas picudas y lanzas invadían los muros de los conventos y las iglesias. En la catequización fue tan importante el Diablo como la Virgen María. Y así, poco apoco, los indígenas empezaron a tallar estas imágenes en las fachadas de las iglesias, en las cruces y en las decoraciones de cerámica.

Las actividades religiosas en San Pedro Ocumicho principian el 8 de diciembre, fecha en que de acuerdo con sus creencias se inicia el año, y cambian mayordomías para preparar el nacimiento de Cristo. En esos días no se ponen nacimientos en las casas, sólo un sencillo arreglo en la iglesia, con esculturas de la Virgen María, San José y el Niño Dios, talladas en madera policromada.

Los diablos no aparecen en el nacimiento que se pone en la iglesia, sólo en los objetos que se venden a turistas, comerciantes y coleccionistas. Los días 24, 25 y 26 de diciembre son de gran celebración: los ermitaños bailan con los diablos en el atrio de la iglesia durante las pastorelas; estos danzantes llevan máscaras de madera policromada de alta calidad durante estas representaciones teatrales, que se repiten el 28 de enero, cuando se reúnen todos los pueblos de la cañada y de la meseta.

Las mujeres que hablan español (la mayoría sólo sabe purépecha) afirman que en San Pedro de Ocumicho ellas son las que hacen los diablitos y los silbatos, no los hombres.

Pero dicen que fue Marcelino Vicente Mulato, un hombre cuya historia forma parte de las más importantes leyendas de este lugar, quien empezó a elaborarlos hace unos cuarenta años y luego les enseñó a las mujeres cómo fabricarlos; a este hombre lo apodaban El Joto porque parecía y vestía como mujer; le gustaba usar collares de cuentas de papelillo dorado, plateado o de colores, y cubrirse con el típico rebozo azul con rayas blancas; él vivía solo, lavaba, cocinaba, echaba tortillas, y le encantaba bailar con los grupos de danzantes en los atrios de las iglesias.

Cuentan que en cierta ocasión el mascarero del pueblo invitó a Marcelino para que fuera su aprendiz, y un día, caminando por el campo, su maestro y él encontraron un petroglifo, varios ídolos y ollas pequeñas. Marcelino admiraba mucho el trabajo de los antiguos y empezó a imitarlo.

Casi siempre trabajaba a pulso, aunque también usaba moldes que él mismo fabricaba y que cuando andaba necesitado de dinero, vendía a las alfareras.

Sobre todo, Marcelino creaba bailarinas, charros, toreros y jinetes, hasta que unos turistas, de visita en el pueblo, le enseñaron la estampa de un diablo para que lo reprodujera en barro; después un francés, que también llegó al poblado, le regaló unas revistas pornográficas en las que se inspiró para crear los diablitos erótico-fantásticos.

Marcelino no sabía leer ni escribir, sin embargo admiraba las esculturas de sus antepasados, por lo que no le fue difícil inventar una versión del diablo, aunque sus diablitos resultaron ser tiernamente ingenuos, ocupados en realizar tareas cotidianas, pero a la vez toscos, con cierto sentido del humor, vivacidad y fuerza.

La decoración favorita aplicada a los diablos son rayas en cuerpos y caras. Esto, se cree, proviene de las sangrientas batallas que libraban entre sí los indios tarascos

Para colorearlos usaba como base el blanco de España; después los pintaba con colores contrastantes usando un cepillo de dientes, o los cubría con dorado o plateado, y al final los rociaba con barniz para que brillaran.

Este artesano también hacía figuras de ermitaños y cristos; pero lo que más le gustaba crear eran figuras fantásticas con un aire arcaico, por eso combinaba diablos con animales prehistóricos, con gran libertad de expresión. Sus creaciones fueron bien recibidas.

Marcelino logró inculcar en las artesanas su amor por lo fantástico, y éstas crearon perros y lobos luchando con diablos, aves devorando los intestinos de hombres, e incluso inventaron un santo: San Ramos, que montado un burro y luce espléndidamente en Uruapan cada Domingo de Ramos.

Esta vertiente creativa también despertó en las alfareras un atavismo, manifiesto en figuras de lagartijas, víboras, aves y animales inventados, con las que dieron rienda suelta a su creatividad, causando una revolución artística en la producción de figuras de barro. Las enseñanzas de Marcelino marcaron el inicio de una época de oro en la artesanía de San Pedro Ocumicho.

La decoración favorita aplicada a los diablos son rayas en cuerpos y caras. Esto, se cree, proviene de las sangrientas batallas que libraban entre sí los indios tarascos, en que, para distinguirse unos de otros, con afilados pedernales hacían cortes en el pecho y la cara de los niños y les ponían polvo de carbón sobre las heridas; este tizne dejaba tatuados pechos y caras para siempre.

Un día, tras un pleito de borrachos, Marcelino amaneció muerto en la cantina del pueblo. Tenía treinta y cinco años y corría el año de 1968.

Cuentan que los hombres que intentaron hacer diablitos como los de Marcelino murieron todos en accidentes extraños. Ésta es la razón por la cual los hombres se niegan a elaborar estas figuras.

Por su parte, las mujeres artesanas dicen que a veces sueñan las figuras que después harán en barro. Casi todo el trabajo es manual, salvo la manufactura de los ojos y de algunos otros detalles que se elaboran en moldes de piedra. Cuecen las piezas en hornos de teja y las pintan, primero con blanco de España después con pintura vinílica, y ya secas, las barnizan para darles un acabado lustroso.

A través de la elaboración de diablitos, –confiesan las mujeres de Ocumicho– han descubierto que Cielo e Infierno son lugares parecidos; ellas, por su parte, viven la relatividad de lo transitorio.

De acuerdo con un simbolismo propio, cuando las artesanas de Ocumicho quieren matar al demonio, enroscan en su figura la de una serpiente.

Hoy en día los diablos de Ocumicho sacan la lengua, mofándose de nosotros y de nuestros pecados. Son unos diablitos muy simpáticos que ya pertenecen a la vida moderna: toman refresco de cola, viajan en metro, andan en patines, visten esmoquin mientras cargan un ataúd, y hasta los hay sentados en trineos jalados por renos que nombran Santa Clutch.

El ingreso más importante de casi todas las familias del lugar es la comercialización de los diablos de barro, piezas irrepetibles, ingeniosas, extraordinarias, interpretadas al gusto de sus creadoras, que se venden a coleccionistas, turistas y comerciantes, y se exportan tanto a los Estados Unidos como a diferentes países de Europa.

Este arte fantástico es, aves, la expresión artística de un pueblo llamado San Pedro Ocumicho. Un pueblo al que, gracias a Marcelino Vicente Mulato, hoy en día alimenta el diablo.