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Arte popular, cultura e identidad

Plato de barro bruñido y decorado. Artesano desconocido. Pátzcuaro, Mich. Col. Miguel Abruch. (Foto: GRL Estudio).

Miguel León-Portilla

¿Hay un arte popular? Esta pregunta, objeto de no pocas disquisiciones, tiene relación estrecha con el espinoso tema del significado del concepto de arte; de esto se desprende que hablar no ya sólo de arte si no de arte popular será igual o más dificultoso. Vayamos a los comienzos. Atendamos en forma sumaria a lo que se pensó en el mundo mediterráneo en torno a dicho concepto, y en seguida abordemos la cuestión de si en Mesoamérica se desarrolló alguna idea en cierto modo afín.

Evoquemos a Prometeo encadenado a la roca. Al escuchar la pregunta: “¿Por qué sufres tan duro castigo?”, él respondió: “He querido que en los mortales naciera la ciega esperanza y por eso puse el fuego en sus manos. Con él aprenderán muchas artes”. El fuego, luz y calor, iluminó y confortó desde entonces a los humanos haciendo.

LOS CONCEPTOS GRIEGO Y LATINO DE ARTE

El arte, en griego se llamó tejne, y en latín, ars. En un principio, ars y tejne significaron: “La forma de hacer rectamente las cosas”. Nacieron así muchas artes: el culinario, para preparar bien los alimentos; el de la medicina, para atemperar las dolencias; el de la gramática, para hablar y comunicarse adecuadamente; el náutico, para surcar el mar, y hasta el de la guerra, para vencer al enemigo.

Con el paso del tiempo, se concibió el arte como una creación bella por excelencia. Naturalista y sofisticado fue el producido por griegos y romanos. Luego, durante mucho tiempo, se habló de “las bellas artes”, y después los conceptos cambiaron. Se desarrollaron así no pocas teorías estéticas, algunas muy complejas y sutiles. ¿Comprenden éstas el arte popular? Esta pregunta ha tenido diferentes respuestas; en tanto que unas lo niegan, otras se han dirigido a explicar qué se entiende por arte popular, como conjunto de creaciones del pueblo en que las antiguas tradiciones afloran en un sinfín de manifestaciones.

¿HAY UN CONCEPTO MESOAMERICANO DE ARTE?

En Mesoamérica, Quetzalcóatl hizo posible la existencia de la toltecayotl, el conjunto de las creaciones de los toltecas. Éstos, por su sabiduría y sus obras, fueron referente constante en el pensamiento no sólo de los pueblos nahuas sino de casi todos los mesoamericanos. Al respecto, muchos testimonios se conservan en los antiguos códices y otros textos, sobre todo en náhuatl y maya. Imágenes policromas de Quetzalcóatl, símbolo del saber, se contemplan en códices como el Borgia, el Vaticano B, el Borbónico, entre otros. A su vez, la antigua palabra de los pueblos nahuas relaciona toda forma de nobleza con el mismo Quetzalcóatl, de quien se dijo: “En verdad con él comenzó, de él, de Quetzalcóatl proviene toda la toltecayotl, el conjunto de todas las creaciones, incluyendo las que hoy llamamos ‘las artes’, así como el saber” (Códice Matritenses, en la Real Academia de la Historia, Madrid).

Fue Quetzalcóatl, como Prometeo entre los griegos, quien entregó aquello que posibilitó el nacimiento de lo que MUSEO DE ARTE POPULAR consideramos las antiguas artes indígenas. Los toltecas se convirtieron entonces en creadores, como también ocurrió con los griegos. Acerca de la figura ideal del tolteca, los sabios nahuas expresaron:
Toltecatl: el que crea, discípulo, abundante, múltiple, inquieto.
El verdadero tolteca: capaz, se adiestra, es hábil; dialoga con su corazón, encuentra las cosas con su mente.
El verdadero tolteca todo lo saca de su corazón;
obra con deleite, hace las cosas con calma, con tiento, obra como tolteca, compone cosas, obra hábilmente, crea;
arregla las cosas, las hace atildadas, hace que se ajusten.
(Códice Matritenses)

Es cierto que la Conquista provocó un trastocamiento muy hondo en la cultura de los pueblos originarios, pero ¿acaso significó su muerte, la de todos ellos y la de su capacidad creadora? Es cierto que fue un trauma, doloroso como todos, pero no significó la muerte. Los pueblos indígenas han sobrevivido y, luego de casi quinientos años, conservan sus lenguas y no pocas de sus diferencias culturales; entre ellas, precisamente el sentido creador que los ha llevado a mantener vivas sus manifestaciones artísticas, que se nutren en su propia cultura y en aquello que da cuerpo a su identidad.

Rostro y corazón de hombres y mujeres de maíz, ancestrales pobladores de Mesoamérica, poseen rasgos inconfundibles. Su cultura se desarrolló a lo largo de milenios y, aunque herida, perduran sus rasgos: fina sensibilidad; sentido comunitario; visión del mundo en la que la divinidad es Nuestro Padre, Nuestra Madre; amor a la tierra; variada indumentaria de colores; dieta y farmacología de enorme riqueza; lenguaje florido que transmite cantos, poesía y sabiduría moral. Todo esto y mucho más expresa y constituye la identidad cultural de quienes descienden de los pueblos originarios.

En tal contexto, desde tiempos antiguos han proliferado creaciones que los textos en náhuatl describen con primor. Traeré al recuerdo algunas de sus antiguas palabras. Mi intención es hurgar en ellas para ver si nos dicen algo sobre el significado actual de lo que se denomina arte popular.

¿ARTE POPULAR EN EL MUNDO MEDITERRÁNEO?

Sin embargo, primero volveré la mirada a nuestra otra raíz, la del mundo mediterráneo. ¿Hay en él algunas formas de arte popular?

Hace años, en el pequeño pueblo portugués de Ovidos, mi mujer y yo visitamos una tienda donde se exhibían y vendían objetos que nos recordaron algunas producciones populares de México: había piezas de cerámica policromada, juguetes de madera y hojalata, así como textiles y bordados hechos por manos anónimas que reflejaban la creatividad del pueblo de esa nación. Esto que recuerdo en relación con Portugal, podría aplicarlo también a muchos lugares de España, Italia, Francia, Grecia y de otros países europeos.

Ahora bien, dichas creaciones, con frecuencia pequeñas, ¿pueden calificarse de arte popular? Ni remotamente pretendo ofrecer una definición de tal género de arte. Pero considero que conviene señalar cuando menos los que podrían tenerse como sus principales atributos y rasgos, a fin de tener elementos para distinguirlo de la creación artística en general.

La mera designación de arte popular suena ya indicativa, pues denota realidades que se originan en los manantiales de la tradición de un pueblo y se producen, una a una, con cariñoso esmero. Sus creadores no buscan el prestigio individual, no se empeñan en dar a conocer su nombre y apellido ni pretenden grandes ganancias; laboran ya sea en talleres comunales o en su casa; gozan con el trabajo al que se consagran; imaginan que su plato, taza o jarrón de cerámica, su tela bordada, su caballito de madera, su cochecito de hojalata, su muñequita de trapo, habrán de alegrar a otros, con frecuencia a niños y niñas.

A veces estas obras se califican como artesanías. Y lo son, si se entiende este vocablo en el sentido de ser creación que conlleva un estilo personal enraizado en la tradición familiar o en la de la región donde se vive.

Enunciar estos rasgos y atributos para clasificar aquello que contemplamos mi mujer y yo en el pueblecito portugués de Ovidos; en una pequeña tienda de Córdoba, en España; en cierto mercado de Nápoles y en alguno de Corinto, donde se ofrecía gran variedad de objetos, incluidos algunos de metal como pequeñas y finas espadas, y plegaderas, en Sevilla, inclina sin esfuerzo a decir que allí se produce arte popular, con frecuencia de sutiles diseños y variados coloridos. El arte popular que, como vemos, aflora en esos y otros muchos lugares de Europa, no es producto de personas que se sitúan en el ámbito cultural del Tercer Mundo, sino obra de mujeres y hombres que, de modo diferente al de los pintores, escultores, orfebres y otros artistas de gran renombre, se deleitan como ellos en lo que producen con sus manos, ojos y corazón.

EL ARTE POPULAR EN MÉXICO: CONVERGENCIA DE TRES MUNDOS

Rico es el legado prehispánico de muy variadas formas de creación popular. Pensemos en los perritos de barro de Colima; en las vasijas policromas de Cholula y en esos juguetes con ruedas que alegran a no pocos niños, y recordemos las palabras con que los ancianos se expresaban en náhuatl acerca de quienes producían esos y otros objetos. Del zuquichiuhqui (“El que da forma al barro”) dijeron

El alfarero
de mirada aguda, moldea amasa el barro.
El buen alfarero
pone esmero en las cosas,
enseña al barro a mentir,
dialoga con su propio corazón, hace vivir a las ceras, las crea,
todo lo conoce como si fuera un
tolteca, hace hábiles sus manos.
(Códice Matritenses)

El alfarero enseña a mentir al barro porque logra que, sin ser un perrillo o una calabaza, lo parezca. Dialogando con su corazón y esmerándose con sus manos, da vida a las cosas. En la aparente sencillez de su oficio, obra cual, si fuera un tolteca, seguidor del sabio señor Quetzalcóatl.

De los varios testimonios que se conservan en náhuatl sobre creadores de arte en tiempos prehispánicos, reproduciré otros dos; uno versa sobre los amantecas, maestros del arte plumaria:

Amantecatl: el artista de las plumas, íntegro:
dueño de un rostro y un corazón.
El buen amantecatl hábil, dueño de sí,
de él es humanizar el querer de la gente,
hace trabajos de plumas, las escoge,
las ordena, las pinta de diversos colores,
las junta unas con otras.
(Códice Matritenses)

Quien ha contemplado el famoso penacho de Motecuhzoma conservado en Viena, o algún escudo de plumas, o la imagen de la Virgen María o de algún santo en lugares como el convento de Guadalupe, en Zacatecas, o en el Museo del Virreinato en Tepotzotlán, apreciará lo que del amantecatl decían los antiguos mexicanos. Con seguridad era hombre, o mujer, íntegro; dueño de un rostro, dueño de un corazón.

El trabajo de los metales en Mesoamérica fue tardío, pues sus técnicas y arte llegaron a México procedentes del mundo andino ya en el periodo Posclásico, hacia el siglo X d.C.; ello no impidió que en orfebrería se realizaran creaciones extraordinarias, tanto, que algunos niegan que se consideren arte popular. Al contemplar, por ejemplo, las célebres joyas de la tumba 7 de Monte Albán, en Oaxaca, sin duda obra de orfebres, surge ciertamente la pregunta: ¿conocemos sus nombres? Si repasamos los rasgos y atributos del arte popular, veremos que la línea divisoria entre éste y el suntuario de las grandes creaciones es muy tenue. Escuchemos la palabra antigua:

Aquí se dice
cómo hacían algo
los fundidores de metales preciosos.
Si comenzaban a hacer la figura de un ser vivo,
si era la de un animal,
sólo seguían su semejanza,
imitaban lo vivo
para que saliera en el metal,
lo que se quisiera hacer.
Tal vez un huasteco,
tiene su nariguera,
su nariz perforada,
su flecha en la cara,
su cuerpo tatuado
con navajillas de obsidiana…
Se busca cualquier cosa
que se quiera ejecutar,
tal como es su realidad y apariencias,
por ejemplo, una tortuga,
así se dispone del carbón
su caparazón como que se irá moviendo,
su cabeza que sale de dentro de él,
que parece moverse,
su pescuezo y sus manos
que los está como extendiendo.
Si tal vez un pájaro,
el que va a salir del metal precioso,
así se tallará,
así se raspará el carbón,
de suerte que adquiera sus plumas,
sus alas,
su cola, sus patas.
O tal vez cualquier cosa que
se trate de hacer,
así se raspa luego el carbón,
de manera que adquiera sus escamas y sus aletas,
así se termina,
así está parada su cola bifurcada.
Tal vez es una langosta,
o una lagartija,
se le forman sus manos,
de este modo se raspa el carbón.
O tal vez cualquier cosa que se trate de hacer,
un animalillo o un collar de oro,
que se ha de hacer con cuentas
como semillas, que se mueven al borde,
obra maravillosa,
pintada con flores.
(Códice Matritenses)

En verdad, las obras que conocemos de los antiguos orfebres, los alfareros, los artistas de las plumas y otros, eran maravillosas, cual si estuvieran pintadas con los colores de todas las flores y realizadas con la vida de todos los seres. Una pregunta viene al pensamiento: ¿ese antiguo arte ha tenido algunas formas de continuidad en México? La respuesta es afirmativa. Para convencerse, basta con observar los mercados tradicionales o alguna tienda del Fondo Nacional para el Fomento de las Artesanías (Fonart).

Si de objetos de metal se trata, recordamos los elaborados en Taxco de Ruiz de Alarcón. Su platería es arte muchas veces mestizo. Sus joyas preciosas fascinan tanto a quienes vienen de fuera como a los que viven ahí. Artes hechas de metal se producen asimismo en Santa Clara del Cobre, en Michoacán; entre ellas bien formados platos y grandes cazos. Y si queremos ver cómo los modernos alfareros aún enseñan al barro a mentir, contemplemos no sólo la talavera poblana sino la muy variada del Metepec mexiquense o la negra de Oaxaca; la de barro café hecha por las mujeres de Amatenango del Valle, en Chiapas, o la de ingenua belleza y notoria sabiduría debida a las alfareras de Ocumicho, en Michoacán.

Es conveniente diseñar un nuevo mapa de la geografía del arte popular en México; en éste, pocos lugares quedarían fuera. Tal mapa enriquecería los de Roberto Montenegro, así como el de Miguel Covarrubias que ya forma parte del acervo del MAP. En el nuevo se registraría la cestería de lugares como El Triunfo, en Baja California, o San Juan del Río, en Querétaro; las esculturas de venados, peces, aves, etcétera, talladas en palo fierro por los seris de Sonora; la cerámica de Paquimé, en Chihuahua; los célebres ojos de Dios y la indumentaria de los huicholes de Nayarit y Jalisco; los textiles, entre ellos los rebozos de Santa María, en San Luis Potosí, o los del Tenancingo mexiquense; las joyas con ámbar de Chiapas; la mayólica de Guanajuato; los trabajos en filigrana y los vestidos de mestiza de Yucatán; las cajas de madera de Olinalá, en Guerrero; las figuras talladas en madera de Apaseo el Alto, en Guanajuato; la cerámica, en fin, de tantos lugares. ¿Y por qué no?, la rica variedad gastronómica que, si es arte popular efímero, es tan apetitoso y saludable que se transforma en carne y sangre de quienes lo consumen.

Tal vez incluso se podría pensar no en uno sino en una colección cartográfica dedicada a cada una de las artes populares; ésta sería de gran interés, pues mostraría la extensión y el arraigo de los variados textiles, de la cerámica, de la orfebrería, de la escultura en madera o en piedra, de creaciones peculiares como los ya mencionados ojos de Dios, de los vestidos regionales y de los guisos (moles, tamales, barbacoas y tantas otras exquisiteces gastronómicas).

Sorprendente en verdad puede ser este atlas de las artes populares del país; en él se reflejarían muchos rasgos de la cultura, una y plural a la vez, del ser de México, pues con base en esa pluralidad, que es riqueza, se ha ido construyendo y reconstruyendo nuestra propia identidad mestiza, pluriétnica y multilingüística.

Entre los muchos ejemplos que podría mencionar acerca de la enorme variedad de ese arte tradicional y popular, varias veces mestizo, reflexionaré más sobre uno en particular: el de la cerámica que llamamos de talavera poblana. Toda suerte de piezas se producen en unos cuantos talleres de Puebla de los Ángeles y Zaragoza. Los platos, tazas, jarras y jarrones, las vajillas enteras, las múltiples figuras a las que dio vida el barro, se presentan como legado maravilloso en que confluyen tres culturas milenarias. La cerámica de talavera poblana se llama así porque está inspirada en la que se produce hasta hoy en Talavera de la Reina, provincia de Toledo, en España. Pero la mexicana ostenta atributos que la distinguen de la española.

Estos atributos provienen de dos rumbos culturales distintos: el de la milenaria tradición alfarera del México prehispánico, con sus múltiples estilos, su vidriado y policromía, y el de China, a través de la nao de Manila, pues el color azul de la cerámica Ming es muy frecuente en nuestra talavera poblana. Comer en una vajilla de tal procedencia es un deleite, que aumenta si lo que se degusta es un manjar también poblano, de Oaxaca, Campeche o Yucatán. El arte gastronómico de las distintas regiones de México también es arte popular y asimismo mestizo. Basta señalar que en la mesa nacional suele haber tres géneros de panes: la tortilla de maíz, el plato de arroz y el pan de trigo. Su ser e identidad mexicana se nutren por obra de la pluralidad de sus raíces.

Las artes populares de México, como las de cualquier otro país, son espejo del rostro y el corazón de sus respectivos pueblos. Son preciado tesoro que debemos conservar y fomentar. Pensemos tan sólo en algunas muestras de su arte popular intangible: los relatos que mantiene viva la tradición, incluso en lenguas indígenas; los corridos, que al entonarse evocan múltiples aconteceres; la música popular con sus sones, huapangos, etcétera, cuyas composiciones, no pocas de autores anónimos, son ejecutadas con instrumentos que también se deben al ingenio popular, entre ellos guitarras, tambores, marimbas y sonajas.

Hay agrupaciones de mujeres indígenas y diversos grupos que celebran reuniones para apoyarse mutuamente y discutir temas que mucho les conciernen, sobre todo el del financiamiento de su trabajo y el de la distribución y venta de sus creaciones. Es cierto que existe Fonart, pero por lo visto el apoyo que ofrece está lejos de ser suficiente.

Desde hace siglos México ha sido espléndido escenario, henchido de luz y color, donde se realizan creaciones de las más variadas formas de arte. Conservar vivo el que tiene su origen en el pueblo, apreciarlo, enriquecerlo como se enriquece la propia identidad, retribuir con justicia a quienes lo hacen florecer, debe ser prioridad para los que actúan en el mundo de la cultura.

Contar con un nuevo museo, concebido con amor y dedicación, para exhibir, como se merece, la riqueza de nuestras artes populares, es propiciar su aprecio, impulsar su creación; reanimar, en suma, el rostro y el corazón de un pueblo que, a pesar de todos los pesares, sabe sonreír y transmitir alegría a aquellos que lo rodean.