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La cocina del virreinato

José N. Iturriaga

Podría decirse que el mestizaje culinario nunca termina, pues al paso del tiempo siempre se van adoptando costumbres alimenticias oriundas de otros países. Durante los 300 años del virreinato, la mezcla principal es entre lo indígena y lo español; de allí surge la “comida mexicana”, salpicada con sabores árabes que llegaron a la península ibérica y de allí a México, con sabores negros traídos por los esclavos africanos y con sabores asiáticos que siguieron la ruta de la Nao de China o el Galeón de Manila. Del Lejano Oriente asiático provinieron no sólo especias, sino algunos frutos exóticos como el mango (en numerosas variedades) y el tamarindo, que aquí se desarrollaron como en su casa.

El mestizaje de lo español con lo indio fue caminando de la ciudad de México hacia el norte, conforme avanzaban las fuerzas militares y los evangelizadores, proceso que duró los tres siglos de la Colonia. En las regiones donde había civilizaciones indígenas desarrolladas, como los aztecas, los zapotecas o los mayas –por ejemplo-, el mestizaje fue más fructífero y rico que en las alejadas zonas del norte, donde predominaban naciones nómadas de indígenas cuya misma condición errante no era propicia para la mezcla fértil. Más bien se dedicaron a exterminarse bárbara y recíprocamente los españoles y los llamados de manera genérica chichimecas (que equivalían a los “pieles rojas” de Estados Unidos); ya se sabe que la victoria finalmente fue para la pólvora invasora.

Durante el virreinato, el mestizaje culinario se va conformando en los diversos niveles de la escala social, pero sobre todo en los más populares, desde los hogares modestos, fondas, mercados, tabernas y mesones, hasta las mesas de la nobleza, pasando desde luego por los conventos de hombres (con frecuencia centros destacados para los excesos de la gula) y por los de monjas, que eran verdaderos laboratorios gastronómicos de guisos, dulces y rompopes.

De tales recintos religiosos de sobria reclusión surgieron los grandes exponentes de nuestra alta cocina, como el mole poblano. Porque es ésa nuestra alta cocina, no los guisos empalagosos de los últimos años que en algunos restoranes supuestamente mexicanos elaboran con uso y abuso de mango, guayaba, tamarindo y otros ingredientes que, aunque deliciosos, no son ortodoxos de nuestra cocina salada.

La hospitalidad española en cuestión de alimentos –que mucho traía de los árabes o moros- se conjugó con la de los pueblos indios, aquélla abundante, ésta más frugal y austera. En todo caso, a los extranjeros sorprendían las mesas de los mexicanos, quienes comían hasta cuatro veces diarias: un desayuno relativamente ligero (chocolate y pan dulce), un almuerzo sustancioso, la comida abundante y una cena bien servida. El hábito de “hacer las once” consistía en tomar, además, otro chocolate a esa hora de la avanzada mañana. En ocasiones asimismo se disfrutaba a media tarde, como equivalencia del té inglés de las 5 p.m.

Con el trigo vinieron gran variedad de panes que aquí adoptaron increíble número de formas, sabores y colores en las diversas regiones de México. Asimismo se arraigaron en México las pastas que a España habían llegado por el largo camino de China (su lugar de origen) e Italia, a donde las llevó Marco Polo. Panes y pastas, sobre todo los fideos, pertenecen ahora a nuestra cultura popular.

La españolísima “olla podrida” del virreinato subsiste hoy en nuestro puchero o cocido de res y no hay mercado de la república donde no se venda cotidianamente.

Por su parte, la acendrada afición mexicana por la bebida de chocolate tenía claros sus orígenes en la época prehispánica; durante los tres siglos de la Nueva España la costumbre no sólo continuó, sino que se acrecentó de manera notable.

Con respecto a las bebidas alcohólicas, al pulque prehispánico se agregaron el aguardiente de caña, la cerveza y los vinos de uva importados, aunque en ocasiones eran del país, producidos aquí ilegalmente, contra las disposiciones monopólicas de España.

Los licores destilados, como los mezcales –uno de ellos el tequila-, se desarrollaron plenamente hasta el México independiente.

En las ciudades del virreinato pululaban los vendedores ambulantes y muchos de ellos lo eran de comida. En los pregones callejeros capitalinos había patos asados y chichicuilotes del lago de Texcoco, cabezas de borrego al horno, tamales y dulces, por citar algunos ejemplos.