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La cocina del norte de México

Por José N. Iturriaga

La realidad geográfica y climática del norte de México queda expresada en el término contemporáneo de Aridoamérica, acuñado como contraste con el de Mesoamérica, una especie de contrapartida meridional. En efecto, aquel concepto alude a una característica común de aridez y ello conlleva un esquema de biodiversidad similar en toda la región. Se trata de zonas desérticas y semidesérticas con flora y fauna muy parecidas. Recordemos que el 31% de nuestro territorio nacional es árido y el 36% es semiárido, en tanto que sólo el 33% es húmedo o subhúmedo.

Las especies vegetales y animales que existen en Aridoamérica son mucho más numerosas de lo que podría suponerse, pues tratándose de desiertos se presta a equivocación. Los desiertos son particularmente ricos en biodiversidad. Aparecen inhóspitos: secos, calientes, polvosos y llenos de espinas. No obstante, son ecosistemas sorprendentes que oscilan entre una vida discreta, latente en época de secas, y una exhuberancia de pequeños organismos y muchos no tan pequeños durante las lluvias, aunque no sean abundantes. La lluvia trae al desierto un frenesí reproductivo en las plantas, con sus consecuencias en los animales.

En Aridoamérica hay numerosas vertientes interiores o cuencas hidrológicas cerradas, es decir que no desaguan al mar, sino que conservan el agua de las lluvias en lagunas que se van secando durante el estío, formando aguajes o ciénagas en medio del desierto, cual oasis. (Esas cuencas cerradas ocupan el 16% del territorio del país). En tales microclimas se presentan ciertas especies particulares.

Los pobladores prehispánicos e incluso virreinales de la región que nos ocupa, tenían muchas características en común: eran pueblos seminómadas de recolectores y cazadores, ocasionalmente dedicados también a la pesca. Sus hábitos alimenticios estaban ligados a las estaciones del año, pues el nomadismo se debe a la búsqueda de frutos y de animales de acuerdo a su presencia variable en el tiempo y en el espacio.

En la primavera destacaban como nutrientes las flores de yuca y de nopal, la tuna y la pitahaya, las hojas mismas del nopal tierno y el aguamiel de diversos magueyes, que bebían como agua de uso. Se agregaban algunos animales, tales como conejos, gusanos, hormigas, otros insectos, serpientes y perritos de la llanura. En los aguajes, verdaderos oasis en los desiertos de Aridoamérica, en la primavera se podían atrapar pequeñas tortugas de agua.

En verano se empieza a aprovechar una de las principales plantas del desierto y así se consumían las vainas del mezquite, chupando su carnosidad interior cuando están frescos y moliendo las semillas secas para hacerlas harina, con la cual se elaboraba pinole y pan (cocido a las brasas). También se comían las vainas de guamúchil, los quiotes del maguey, las flores de los mismos agaves y su raíz cocida en una especie de barbacoa de hoyo. Empezaban a cazarse el jabalí o pecarí, el venado, el tlacuache, la codorniz y la tortuga de tierra. En los aguajes, a la dieta se agregaban quelites, berros y verdolagas.

Con el otoño se iniciaba el consumo de bellotas de roble, piñones, dátil de yuca, orégano, semillas de pasto, chiles de monte, corazón de mezcal asimismo en barbacoa, raíz de tule en las ciénegas, y la cacería de animales como la chachalaca, amén de recolectar miel de abejas.

Con la llegada del invierno, la estación más precaria en alimentos, se comían el bagazo seco del mezcal que sólo habían masticado meses atrás para sacarle el dulce jugo, la harina de mezquite revuelta con harina de huesos molidos, panes de bellota y de mezquite, raíces y pavos de monte. En los aguajes era posible, a veces, alguna pesca, incluso de culebras acuáticas, y la caza de patos.

Las manadas de bisontes o cíbolos llegaban a pastar hasta tierras hoy mexicanas, aunque en menor cantidad que hacia el norte. Esa era la caza más codiciada, además de venados y berrendos, y como la abundante carne rebasaba las necesidades momentáneas de las tribus, la restante era secada al sol para su posterior consumo. Entonces surge el tasajo o machaca o machacado, llamado así porque se golpeaba la carne con una piedra para adelgazarla y así deshidratarla mejor. En toda la ruta del que fue el camino real de la ciudad de Chihuahua a Santa Fe, en Nuevo México, la costumbre de la carne seca se conserva hasta nuestros días, y por supuesto en todos los estados fronterizos mexicanos.

El principal mestizaje racial entre los indígenas y los españoles se dio en Mesoamérica, pues era allí donde los indios constituían civilizaciones sedentarias. En cambio, en Aridoamérica no hubo facilidades para ese mestizaje, por la condición seminómada de los habitantes originarios. Estos últimos eran llamados bárbaros por los españoles y por los mestizos; desatado el círculo vicioso de la violencia, ciertamente que todos lo eran: los indígenas robaban ganado y asolaban a las poblaciones, quitando las cabelleras a los prisioneros todavía vivos y, desde luego, también a los muertos. Los “blancos” organizaban cacerías de indios y llegaron a ponerle precio a cada cabellera de apache que fuera entregada a las autoridades. Esto sucedió en Chihuahua todavía en 1850, estableciéndose el precio de doscientos pesos por cada cabellera.

No obstante la casi inexistencia del mestizaje genético en estas regiones septentrionales, sí lo hubo de carácter cultural, de manera paulatina. Los hábitos alimenticios de españoles y de mestizos ya mexicanos necesariamente se aclimataron a las condiciones de las tierras a las que arribaban. El resultado no es la grosera expresión tan repetida de que donde empieza la carne asada acaba la cultura.

La gastronomía de los estados norteños de México es extraordinaria, aunque no tenga la diversidad de la de las regiones tropicales y subtropicales de México. Ello es obvio: es cocina del semidesierto y a veces del desierto mismo.